Cuentan que el 23 de diciembre de 1841, en la amplia casona próxima a la iglesia de La Merced, el trajín de familia y servidumbre rompió sus cánones habituales: Doña Filomena estaba de parto.
Dicen que, inmediatamente que se anunció el nacimiento de un varón, la puerta principal se abrió, como respuesta a un movimiento mágico, para dar paso a un vientecillo cálido, acompañado de una estela de luz multicolor. Grande, muy grande, fue el asombro de los allí presentes cuando, unos tras otros, musas y dioses, griegos y romanos, ataviados de sus más hermosos ropajes, invadieron la intimidad del momento.
Escaleras arriba, la mitológica caravana llegó junto al lecho donde la madre arropaba al niño en su seno; de inmediato, Zeus vaticinó: --Tu hijo será adorado por los hombres y mujeres de esta tierra, será inmortal-- y tocando con mano luminosa su frente depositó en ella una estrella.
Luego se aproximó Minerva para impregnarlo de inteligencia y sabiduría; Apolo le otorgó una hermosura especial, única; Eros le dio la capacidad de amar, con el más tierno y apasionado de los amores, a una sola mujer; Marte lo dispuso para el mejor de los guerreros…
Pero hubo una deidad que no vino del Olimpo, porque era terrenal, aunque sí eterna, triste y oprimida, alentada ahora por el advenimiento de quien luego daría su vida por ella: se llamaba Patria y, sin decir mucho, lo dijo todo: -Serás El Mayor.
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